Con su apuesta por la estética, Greg Lansky se ha convertido en el pornógrafo más influyente de la década y acaba de arrasar en los premios AVN, los ‘Oscar del porno’
En agosto, el rapero Kanye West acudió al show de Jimmy Kimmel y se le preguntó si había cambiado su actitud hacia las mujeres desde que era padre de una hija. «Bueno, yo sigo entrando en [el portal porno] PornHub», respondió West. «Lo que más me gusta son los vídeos de Blacked. Por motivos obvios».
La obviedad de la afirmación tiene una explicación perfectamente coherente. Blacked es una productora de porno interracial, lo que significa hombres-negros-que-yacen-con-mujeres-blancas, una tendencia que fue marginal en la industria triple X americana, pero que a raíz de la irrupción de Blacked se transformó en una corriente mayoritaria.
Y lo más importante: ha sido capaz de generar un lucrativo negocio desde su fundación en 2014. Blacked fue el primer estudio que puso en marcha Greg Lansky, un joven fotógrafo francés que, a finales de la década pasada, se desplazó desde París hasta Miami para trabajar en la industria pornográfica, tras decidir que el mercado europeo se le quedaba pequeño.
Durante años, Lansky desarrolló conceptos y dirigió escenas para Reality Kings, una productora del conglomerado MindGeek, la empresa de mayor tamaño e incidencia en el porno mundial. Sin embargo, no le valía con ser cola de león. Quería desafiar a su antigua empresa y ser su propio jefe.
La puesta en marcha de Blacked dio pie a un cambio importante en la pornografía americana. No sólo normalizó la presencia de actores negros -algunos hoy convertidos en figuras pop como Jason Luv, «la estrella rock del porno», aunque más parece un ex traficante de coca derivado en artista trap-, sino que motivó una transformación estética.
El estilo de Lansky partía de dos principios. El primero, que el porno debe ser sucio, explícito, sin medias tintas, como el de las productoras que habían liderado el mercado en la última década. Pero también que el cuidado de todos los aspectos estéticos era lo que marcaría la diferencia.
Hubo un tiempo en el que la pornografía quería presentarse como un arte: desde los 70 hasta finales de los 90 había directores -de Andrew Blake a Mario Salieri- que defendían que el cine X, además de X, también era cine, en un sentido Orson Welles de la cosa. Pero con la irrupción de internet y las cámaras digitales -que permitían grabar sin tantos preámbulos, en largas tomas y al alcance de cualquiera-, el antiguo porno sofisticado, con argumento y altos presupuestos se transformó en gonzo: sexo directo, sin medias tintas y sin historia que contar. La consolidación del gonzo liquidó cualquier aspiración que el porno pudiera tener como arte, y lo rebajó a simple industria para satisfacer las pulsiones sexuales del espectador y su mirada opulenta, como diría Román Gubern.
Para lansky, el porno tenía que recuperar ese aspecto cuidado: buena iluminación, tramas argumentales, una fotografía exquisita y una apuesta por la belleza