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“Señorita, ¿cómo se apellida ahora?” — El absurdo de seguir borrando a las mujeres al casarse

El apellido de soltera no es una nostalgia romántica, es identidad. Que las empresas lo permitan no debería ser revolucionario, pero en Japón lo es.

Hay costumbres que, si uno se detiene a pensarlas un minuto, revelan más de lo que aparentan. Como esa norma todavía vigente en Japón que exige a las parejas casadas adoptar un apellido común —y que, en más del 95 % de los casos, significa que la mujer cede el suyo. No por amor, no por libre elección, sino porque así lo dicta el Código Civil desde 1898. A caballo regalado no se le mira el diente, dicen; pero ¿y si ese caballo viniera con una etiqueta que dice “renuncie a su nombre o no sube”?

Afortunadamente, la realidad empresarial se está adelantando —aunque a paso de tortuga— a la ley. Una encuesta realizada en marzo de 2025 por Teikoku Databank reveló que el 63,6 % de las empresas japonesas permite a sus empleadas usar su apellido de soltera en el lugar de trabajo. Otro 6,9 % está considerando permitirlo. Resultado: más del 70 % de las compañías está, por fin, reconociendo lo obvio. Que las mujeres no deberían tener que desvanecerse detrás de un nombre ajeno para conservar su empleo o su reputación.

Cuando la oficina es más progresista que el código civil

Las grandes empresas —las mismas que a menudo son criticadas por su falta de alma— lideran este cambio: un 77,2 % ya lo permite. Las pymes van más lento, como si aún consultaran el calendario para comprobar en qué siglo estamos. Pero incluso entre ellas, el cambio es tangible. ¿La razón? Sencilla: sentido común. Las relaciones con clientes, la continuidad profesional, la coherencia con el currículum… y, por supuesto, el respeto mínimo por la autonomía personal.

No se trata de una concesión. Se trata de dejar de obstaculizar.

El falso fantasma de la “carga administrativa”

Los sectores más reacios sacan la bandera de siempre: “Esto complica la gestión”. Lo curioso es que las empresas que ya lo aplican no opinan igual. El 65,6 % afirma que no representa ninguna carga. ¿Entonces? La resistencia no es operativa, es cultural. Es el temor a romper con una tradición que lleva más de un siglo reforzando una estructura patriarcal, con modales y papelería.

Porque digámoslo sin rodeos: un sistema que fuerza a una mujer a borrar su apellido para casarse no está promoviendo la unidad, sino el borrado selectivo.

Lo que se defiende, en el fondo, es la autoridad masculina

No es una exageración. En un país donde el apellido representa pertenencia, estatus y legado, imponer el cambio tras el matrimonio reafirma simbólicamente quién lleva las riendas. No es un simple trámite. Es una operación de camuflaje social: “Te casaste, ahora dejas de ser tú, y pasas a ser la señora de”.

En pleno 2025, el hecho de que aún haya que discutir si una mujer puede o no conservar su nombre de nacimiento en su tarjeta de presentación laboral es, francamente, un anacronismo que debería sonrojarnos.

Llamémoslo por su nombre: una forma sutil de desigualdad

El apellido no es un detalle. Es la primera palabra que escribimos en un examen, la firma que dejamos en cada proyecto, el eco que queda cuando alguien nos nombra. Obligar a renunciar a él es una forma de domesticar el espacio público, de empujar a las mujeres —una vez más— hacia lo privado, lo invisible, lo secundario.

La buena noticia: muchas empresas ya entendieron que este cambio no cuesta nada. Y que respetar la historia de una persona no debilita a la institución, la fortalece.

La mala: todavía hay demasiadas que prefieren seguir usando la tradición como escudo para no asumir el presente.

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