En la espiral silenciosa de los mitos japoneses se desliza una figura escurridiza, hipnótica y primigenia: la serpiente. Más que un simple reptil, es hilo narrativo y símbolo arquetípico que enlaza la vida, la muerte y el misterio. Desde los abismos del período Jōmon hasta la iconografía sincrética del dragón budista, la serpiente ha sido una constante en el imaginario japonés, mutando de guardiana a amenaza, de amante a deidad, de río a espada.
En una cultura profundamente modelada por la naturaleza, no sorprende que este animal –que muda su piel, se oculta entre las piedras y se desliza por los arrozales húmedos– haya sido visto como un espíritu liminar. Presente y ausente, mortal e inmortal. Es tanto un símbolo de fertilidad como un presagio de caos.
Una de las manifestaciones más icónicas de esta figura es Yamata no Orochi, la serpiente de ocho cabezas derrotada por el dios Susanoo. En la superficie, parece la clásica epopeya heroica: el dios guerrero vence al monstruo y salva a la doncella. Pero bajo esa trama se oculta un eco mucho más hondo: Kushinadahime, la joven rescatada, es alegoría de los arrozales; Orochi, un río furioso que inunda y devora; Susanoo, la divinidad que impone orden hídrico y agrícola. Esta es una alegoría geopolítica y espiritual, donde la irrigación vence a la inundación, y el hierro –porque de la cola del monstruo nace la espada Kusanagi– reemplaza lo salvaje con la técnica.
No es coincidencia que el mito tenga su epicentro en Izumo, cuna de la cultura del hierro tatara. Allí, donde la sangre del dragón y el fuego del horno se confunden, la serpiente se vuelve metáfora del proceso alquímico que forjó herramientas, armas… y civilizaciones.
Pero la serpiente no solo habita lo épico. También se cuela en lo íntimo. El mito del dios Oomononushi del monte Miwa, amante oculto de una princesa que descubre su verdadera forma de serpiente, nos habla de la fragilidad del amor entre lo humano y lo divino. La deidad, ofendida por el grito de repulsión, desaparece en el monte, dejando una lección imborrable: los dioses no toleran la mirada juzgadora del hombre. Esta historia, como otras similares, recuerda a los cuentos universales donde la unión entre especies distintas se rompe al intentar domesticar el misterio.
Y luego está el dragón. Ese hijo bastardo de la serpiente, que llegó desde China en el Yayoi y se fundió con la cosmovisión nativa. Ryūjajin, la serpiente marina amarilla que guía a los dioses a su reunión anual en Izumo Taisha, es otro rostro del mismo arquetipo. De nuevo el agua, de nuevo el viaje entre mundos. Esta vez, como mensajera de la “tierra de la vida eterna”, la serpiente se convierte en el nexo entre lo sagrado y lo terrenal, entre el más allá y los arrozales.
Hay algo profundamente poético –y profundamente japonés– en que un pueblo construya su mitología no sobre un cielo distante, sino sobre los ciclos del agua, del arroz, del hierro y del amor. En que sus dioses tengan escamas, se arrastren por la tierra y, sin embargo, traigan la lluvia y la resurrección.
Hoy, en este año dedicado a la serpiente, conviene recordar que los antiguos no necesitaban metafísicas sofisticadas para comprender lo eterno. Les bastaba observar al animal que renace en su propia piel, que fertiliza la tierra y que guía a los dioses.
Quizá, al final, la serpiente no sea solo un símbolo. Tal vez sea un espejo.
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