Nuestros abuelos lucharon y, en muchos casos, sacrificaron sus vidas para que hoy disfrutemos de derechos fundamentales. Sin embargo, en la actualidad, parece que estos derechos se están regalando, a menudo sin la debida reflexión sobre lo que realmente significan. Pero, ¿acaso nuestros padres o abuelos dieron su vida para fomentar una cultura que promueve la inmediatez, el consumo ostentoso y la gratificación instantánea? ¿Lucharon ellos por un sistema que desprecia el esfuerzo y la meritocracia?
Desde una perspectiva externa, el panorama occidental actual revela una clara decadencia. En lugar de enfrentar los desafíos globales con la misma determinación y visión que nuestros predecesores, hoy en día la discusión se centra en la necesidad de evitar la productividad. Por ejemplo, al abordar el creciente dominio económico de China y su inminente irrupción en el mercado de vehículos eléctricos, la solución que se presenta no parece ser la mejora de la productividad o la innovación. En cambio, se recurre a aranceles para proteger una economía que no está dispuesta a adaptarse. Mientras tanto, en Europa, el objetivo se ha convertido en trabajar menos, mientras Asia avanza a un ritmo imparable.
Lo que sucede en Asia es radicalmente distinto. Allí, la pasión por prosperar, enriquecerse y avanzar es palpable. Aunque pueda parecer una obsesión enfermiza, no podemos ignorar la realidad: mientras en Occidente se debate sobre cómo trabajar menos, en otras partes del mundo, la supervivencia depende de trabajar más. En esos países, no trabajar significa no comer, no tener acceso a medicinas o a servicios básicos. La ambición no se detiene al eliminar el hambre o la enfermedad; es un impulso constante por seguir avanzando.
La narrativa de que «los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres» ha quedado obsoleta. Hoy, tanto los ricos como los pobres parecen estar ganando, pero es la clase media la que se empobrece. La clase trabajadora, la columna vertebral de nuestras sociedades, siente cómo las antiguas brechas se están cerrando, pero no a su favor. Los pobres avanzan y pronto los superarán, mientras la clase media se desvanece.
Es cierto, no todo es trabajo. Pero para nuestros abuelos, que enfrentaron tiempos mucho más difíciles, el trabajo lo era todo. No lucharon para que sus descendientes adoptaran una mentalidad de comodidad y excesos. Lucharon para darnos la oportunidad de trabajar duro, prosperar y construir un futuro mejor. Despreciar ese legado, o justificar nuestra falta de esfuerzo en nombre de sus sacrificios, es faltar al respeto a quienes nos dieron todo.
Si nuestros abuelos pudieran hablarnos desde donde están, no nos reprocharían que hemos dejado escapar sus derechos. Nos recordarían que no lucharon solo por derechos, sino por la posibilidad de que nosotros también lucháramos. Nos advertirían que no estamos peleando por las oportunidades de nuestros hijos, que estamos despilfarrando el capital industrial que ellos construyeron, desmantelando los sistemas educativos y abusando de los servicios públicos hasta degradarlos. Nos dirían que no lucharon para que viviéramos por encima de nuestras posibilidades, acumulando deudas que recaerán sobre las futuras generaciones. Nos brindaron una educación para fortalecer nuestras virtudes, no para acomodarnos en nuestros derechos.
Es hora de reflexionar sobre el legado que queremos dejar. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de traicionar no solo a nuestros abuelos, sino a las generaciones futuras.
Por Adrián Díaz Marro
Adrián Díaz Marro es un experto en negocios internacionales y un destacado divulgador en economía y emprendimiento, conocido por su análisis de dinámicas geopolíticas y comerciales. Es el fundador de «The Nomad Academy», donde ofrece formación práctica en innovación y desarrollo de productos. Además, ha participado en diversos podcasts, abordando temas como la movilidad eléctrica en China y el futuro del comercio global. Puedes seguir su trabajo a través de sus redes sociales y su página en LinkedIn, así como en su podcast, «Lejano Este».
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