Por Prof. Henry Lara Ma,
Una vez más, la naturaleza ha emitido su veredicto.
La tormenta Melisa, con su paso errático y sus lluvias torrenciales, no solo ha puesto a prueba la infraestructura de nuestra nación, sino que ha rasgado el velo de nuestra sociedad, dejando al descubierto una verdad dolorosa: la desigualdad social sigue siendo nuestra mayor vulnerabilidad.
Mientras el discurso oficial se concentra en los preparativos y el conteo de daños materiales con justificada preocupación por el fenómeno, pocos parecen detenerse a observar cómo el agua arrastra consigo la miseria de los barrios marginados, las viviendas precarias y la falta de planificación urbana.
Melisa no solo inunda: exhibe sin pudor quién vive en riesgo constante y quién puede permitirse una planta eléctrica o un techo seguro.
La pregunta se impone, con la fuerza de un viento huracanado:
¿Vamos bien?
La respuesta, mirando las zonas de desastre, es un rotundo y amargo no.
Fallamos en la priorización. Fallamos cuando permitimos que las comunidades más pobres se asienten en zonas de alto riesgo, sin recibir soluciones habitacionales dignas.
Y la más hiriente de las interrogantes: ¿hasta cuándo quienes elegimos solo se preocuparán por llenar sus bolsillos?
Cada emergencia climática se convierte en un recordatorio de que los fondos destinados a la prevención y al desarrollo social se evaporan en el lodazal de la corrupción y la ineficiencia.
Es hora de exigir transparencia y acción real.
Que la preocupación por el fenómeno se traduzca en un compromiso genuino con quienes no tienen más que sus manos para limpiar el desastre.
Que la próxima tormenta encuentre un país más justo, más equitativo y, por ende, menos vulnerable.
¡Hasta cuándo!
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